Si hay algo que se sepa en todo el mundo es que no todas las cosas caen como la lluvia así del cielo, para conseguir ciertos lujos o simplemente para poder llegar a fin de mes hay quienes se dedican casi de lleno a profesiones de labores practicamente imposibles, quehaceres complicados que tan sólo de pensar causan agobio, y no lo desmiento, así es. Hay todo tipo de tareas que presentan un grado de trabajo bastante arduo al que pocos nos atreveríamos – yo no; personalmente, quizá sea por eso que decidí ser escritor para no cansarme tanto – pero de aquella historia que ahora recuerdo puedo concluir que nunca nadie será tan valiente para llevar a cabo tal ocupación, ni el más bravo marinero de antaño, ni quizá tampoco el más fuerte minero de profundidad, y me disculpo si a alguien ofendo pero baso mis acusaciones en nada más que la verdad de lo que a continuación relataré:
Además de trabajos exigentes la vida está completamente llena de sorpresas, el día en que uno más desprevenido se encuentra aparece algo que cambia todo en un instante, para bien o para mal eso ya varia de acuerdo a los caprichos de algo que desconozco, y eso fue lo que aconteció con el personaje detrás de mi narración.
Como cualquier otro humano invirtió una buena parte de su vida en crear un futuro, lo que creo un tremendo error ya que por ello nunca atendió su presente, pero bueno, tratar ese tema sería desviarme así que continuo; estudió y luego trabajó para evitar preocupaciones, y de cierta forma eso le hacía feliz, más tarde después de tanto buscar encontró por fin al amor de su vida, una mujer maravillosa con quien cayó perdidamente enamorado y a quien convirtió en su compañera definitiva, nunca hubo traición o miedo, todo se iba dando naturalmente y de forma perfecta, parecía increíble, así que de un momento a otro ella transformó todo su mundo tal y como lo conocía; el dinero, los lujos, el placer, e incluso la salud hicieron parte de una lista de cosas sin importancia que anotó en su alma para recordarse qué era lo que realmente valía la pena en su existir. Era algo loco, saludablemente loco.
Para ella todo acontecía de la misma manera que con su fiel compinche, nada cambiaba, por el contrario parecían ser el uno para el otro, hasta yo me quejé con el azar por haber tardado tanto en reunirlos, lo sé, soy un gruñón al que le gusta quejarse de todo, pero es que aventuras como aquella así de fascinantes son las que le regalan alegría al mundo así a nadie le importe y nadie lo sepa, y quizá por ello sean tan escasas.
Los años pasaron y juntos los pasaron, el sueño de todo buen hombre estaba hecho realidad y él, muy afortunado, lo estaba viviendo, gozaba cada minuto con ella y se esforzaba por mantenerlo con la magia del primer momento. Al despertar se aseguraba siempre de tomarla de la mano, al verla intentaba sonreirle, cuando le miraba a los ojos lo hacía pretendiendo llegar a lo más profundo de esa mujer, y en las noches, justo antes de dormir, se encargaba de besarle una de sus rosas mejillas en una tierna muestra de agradecimiento por el día que habían compartido.
Pronto recorrieron el mundo y tuvieron hijos, vivían en una casa de tamaño justo que (me atrevo a decir) estaba impregnada con ese extraño olor a amor que unta todo alrededor. Tenían una muchachita no mayor de diez años, que se encargaba de cuidar de un pequeño hombre de unos cuatro años que poco comprendía del mundo. La primogénita hacía una maravilla de los días de su padre ya que poseía una sonrisa dulce y seductora como la de su madre, y del chico lo sorprendían la inocencia y tranquilidad con que disfrutaba los momentos; justo como su madre.
A los dos se les quería por igual, cada uno era el orgullo de ambos y siempre fueron tenidos en cuenta primero, exepto por aquel pequeño secreto del cual nunca se les habló, lo tuvieron tan bien celado que la única forma en que se descubrió fue cuando ya no debía ser, de hecho nunca debía ser, pero en fin, el tiempo se las arregló y salió a la luz contra toda esperanza…
De un día para otro las cosas cambiaron y de repente la mujer de labios rojos y aroma de fresa empalideció, perdió su largo cabello negro a los pocos y dejó de pasar tanto tiempo en casa, esto por supuesto hizo que su leal amigo desapareciera por ocasiones de allí intentando acompañarla tal y como alguna vez se lo prometió. Pasó el tiempo y la situación sólo empeoró, tanto que aquel hogar extrañamente cambió sus colores carmelos y se tornó morado, y se deterioró aún más con el fuerte invierno lleno de lluvias oscuras que de la nada apareció, así se llenó de moho y se le cayeron pedacitos.
Al final aquel cuerpo que alguna vez tan hermoso fue terminó rindiéndose ante tanto mal y decidió reposar perpetuamente, ahí estuvieron sus tres amores viéndola dormirse suavemente, nada más que sólo dos de ellos comprendieron lo que sucedió, y como lo dije antes; de un instante para otro la horrible sorpresa se presentó sin avisar.
Luego nada fue igual, aquel paraíso que cualquier ser envidiaba se había convertido en una pesadilla de las que a nadie se le desean. Pero las horas seguían su paso normalmente, como si nada hubiese acontecido, como si no importara, lo que no sabían los minuteros es que cada uno de ellos marcaba la agonía de un hombre que una vez fue tan feliz, él era quien había perdido el mundo después de tenerlo entre sus brazos cogiéndolo fuerte por la cintura. ¿Cómo seguiría adelante? ¿Cómo levantarse para mirar la nada de un vacío al que debía acariciar? ¿Cómo estar de ánimo para sólo sonreirle a la ausencia? ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo vivir si es que eso era vida?
La única razón por la qué sostenerse estaba en el hermoso recuerdo que la mujer a la que más amó le había dejado; sus hijos, pero para eso debía hacerla a un lado, o por lo menos fingirlo ya que la sombra de su suave presencia que ahora no tenía lo atormentaba con tristeza y un profundo dolor.
Pero así debía ser, desde el desgraciado día en que la promesa del amor partió en aquella camilla pretendió una tranquilidad que ocultó perfectamente la pena que sabría que vendría, y así se mantuvo sin nunca cansarse, evitando ser escuchado gritando en las noches, o conteniéndose para no aventar todo lo que tuviera en frente, y desde el principio lo hizo porque sabía que lo tendría que hacer, porque su tierna otra parte se lo pidió, por el pequeño que aún no entendía la hermosa persona que perdió, y por la bondadosa mujer que alguna vez haría a otro hombre tan feliz como su madre alguna vez lo hizo.
La tarea difícil de aquel hombre era tener que tragarse las ganas de llorar esa cascada de lágrimas sólo para hacerle creer a sus hijos que todo estaba en orden, y a pesar de que le carcomía su interior cumplió, porque como padre, como amigo y como amante tenía que hacerlo, costara lo que costara.
De aquello no me quedó ninguna duda; que profesión tan atosigante. Al igual que un tanque de gasolina el cuerpo es un envase para el amor, que es lo que llena al ser; aquel pobre intento de hombre seguía aún en pie aún sin nada en su depósito, era inexplicable saber cómo su cuerpo se movía y fingía con tremendo vacío en su interior, porque estoy seguro que su alma debió intentar salirse el día en que todo terminó, debió por lo menos querer escaparse para ir junto con ella, pero no, decidió quedarse para ser la alegría de dos seres resultado del cariño más hermoso que la Tierra pudo conocer.
Los años pasaron y él nunca sedió, siempre estuvo ahí apesar de su lenta pero frecuente agonía, cumpliendo con la labor más imposible. Aún hoy en día le veo por ahí andando, con sus ojos tristes y su mirada perdida, mirando hacia el cielo como intentando hablar con alguien. Tratando que sus hijos no descubran su desgracia.
Que tarea tan difícil.
Néstor Escobar.